Domingo 24 de Noviembre de 2024

NOELIA BARCHUK

13 de mayo de 2018

ACTUACIÓN ESPECIAL. De Noelia Barchuk

Un relato para volver a creer que el amor te espera al doblar la esquina...

ACTUACIÓN ESPECIAL

Noelia Natalia Barchuk ©

Han pasado tantos veranos desde aquel martes y sin embargo mi memoria guarda su imagen intacta. Llegó desesperada. Ignoro si era realmente bonita, o por su estado había transmutado en una especie de hada a mis ojos. Sí, sólo a mis ojos cansados esa mujer podría haber inspirado tal ilusión. De principio me hermanó la soledad que irradiaban sus poros. Leila fue la primera que le dirigió la palabra. No pude ver la expresión de mi secretaria, porque aguardaba desde unos cuantos pasos atrás; sólo resta imaginar sus grandes ojos cafés enternecidos ante esa figura. Dijo tener veinticuatro años. En realidad aparentaba los veintiocho que verdaderamente tenía.

La tarde estaba densa. Mucho calor, mucha humedad, demasiada presión. Siempre creí que este suelo debiera llamarse Tierra del Fuego: todo quema, arde, los veranos son un infierno. Aquella tarde Cecilia, preñada de seis meses, se desplomó sobre la silla de plástico de la sala. Por algún motivo tendía a descalificar con esa palabra a la mujer embarazada. Dejaba aflorar algún resentimiento, despecho o algún desengaño mal curado. Con el tiempo y psicoanálisis, pude revertir mi vocabulario.

No era una mujer con panza, sino una panza con mujer, como dicen por ahí. Vestía una solera lila, con estampado pequeñísimo, de flores o estrellas. A comienzos de la década del noventa, no se estilaba ver como ahora a futuras mamás con remeras cortitas, ombligo al aire, pantalones tiro bajo y diminuta ropa interior.

Al enterarme de que le faltaban tres meses para parir, sentí una extraña congoja. Su cabello castaño, recogido en un flojo rodete, me recordó a mi primera novia. ¡Qué alivio que no fuera ella! En los pies llevaba unas sandalias bien planas. Su piel pálida desentonaba con las nuestras. Cecilia sudaba a chorros, pero sofocaba dicha vergüenza secándose con un pañuelo azul que doblaba en cuatro a cada rato para volverlo a utilizar. Bebió por la mitad el vaso con agua fría que le acerqué. Entonces, al fin habló.

—Necesito contratar un actor. Preferentemente blanco, de mi edad, alto y atractivo.

En realidad pretendía un modelo y no un actor. Nadie la interrumpió, con la mirada la alentamos a que siguiera con su disparatado discurso.

Las apariciones serían esporádicas, hasta dar a luz.

—Por favor, que sea a bajo precio cada representación.

—A ver si entendí bien, señora —dije quitándome los anteojos—. Usted quiere un tipo que le chamuye a la familia, a los amigos y a la gente del trabajo, fingiendo que es su marido…

—Marido no, novio, y que nos estamos por casar —replicó abanicándose con una revista.

—No creo que alguno de aquí acepte. Pocos son físicamente algo parecido a lo que usted pretende, muchos son decentes…

Quiso esconder su rabia, pero se le notaba en la nariz, se le ensanchó como un toro. Luego miró sus manos, uñas cortas, prolijas, hinchadas al igual que los pies. Después volvió la vista al techo, y quedó unos minutos así; el ventilador colgante parecía haberla hipnotizado. Contuvo las lágrimas y hurgó en su bolsa. Extrajo de la billetera una foto que le habían tomado abrazada a un fulano.

—Éste, ¿ve? Éste es el irresponsable que me abandonó… la culpa es mía, mía, mía… —estalló en llanto.

Comenzaban a llegar los alumnos al taller de las seis; quería que Cecilia desapareciera. Me senté a su lado, ya que todo el tiempo había permanecido de pie. Recogí la foto del piso y se la guardé en el lugar de donde la sacó. Mi secre me tendió uno de sus pañuelitos desechables y se lo pasé. Le di el sí que esperaba, que vería la manera de encontrar quien representara el papel de novio, y futuro padre, marido posteriormente muerto. Así, según ella, quedaría perdonada por sus afectos y la mentira taparía la verdad que tanto le dolía. Era un absurdo, ella una idiota y yo otro. Logré ponerla de pie, le di un volante de la próxima puesta en escena, donde figuraba el teléfono del local, y le deseé buena suerte. Pedí que llamara en una semana.

En las tarde siguientes, el calor repetía sus estragos; el aire acondicionado era un lujo y no una necesidad, como se dice ahora.

Intenté olvidarme del desopilante asunto. No mencioné ni una palabra a mis alumnos ni colegas sobre el tema. Recuerdo que por aquellos tiempos mis relaciones amorosas se reducían a romances fugaces, sin compromiso. Hacía años que una mujer no agujereaba mi cerebro. No la conozco, repetía vagamente, para no crear falsas expectativas.

Durante todo el maldito veintiuno de enero esperé que sonara el teléfono. Sentí que había sido una insensatez no pedirle la dirección o algún número para llamarla.

La tarde siguiente, junto a Silvia y Hugo compartía unos tererés mientras hablábamos de lo que nos unía y apasionaba, el teatro.

Al salir me despedí de mis compañeros y ya terminando de cerrar la puerta vi que ella esperaba en la vereda. Estaba distinta de la primera vez. Venía del trabajo, estaba sutilmente maquillada. Sus ojos me interrogaron y mi boca no habló.

Era predecible como un mal guión. Sobre mi carpeta cargué los papeles de ella. El brazo que me quedaba libre lo perdí en su hombro derecho. Sin esfuerzo sentí orgullo por la madre y por el hijo. La actuación salió tan buena que decidí no morir; jamás le cobré un peso. Me conformo con recibir cada día su beso como aplauso.

(Del libro Chaco: Relatos del hoy por hoy; Resistencia, Editorial Contexto, 2014)



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