NOELIA BARCHUK
28 de septiembre de 2017
ESE MÁGICO MOMENTO por Noelia Barchuk
Trascender, pasar a la inmortalidad, grabar nuestro nombre en el firmamento de las letras… La adorada intención de los escritores. Pero para llegar a todo aquello soñado, habrá que transitar un camino largo. Ése que comienza por escribir. ¿Y cuándo escriben los que escriben? ¿Cuándo llega la inspiración o producto del esmero consciente?...
ESE MÁGICO MOMENTO
Por Noelia Barchuk
Trascender, pasar a la inmortalidad, grabar nuestro nombre en el firmamento de las letras… La adorada intención de los escritores. Pero para llegar a todo aquello soñado, habrá que transitar un camino largo. Ése que comienza por escribir. ¿Y cuándo escriben los que escriben? ¿Cuándo llega la inspiración o producto del esmero consciente?
Tal vez, en el colectivo imaginario del lector, se esbozará la idea que el escritor escribe cuando es visitado por las musas. Casi poseído por la escritura, se afanará en dejar plasmado todo su arte en el papel o bien, pantalla de medio electrónico. El problema se presentaría, siguiendo esta hipótesis, en la frecuencia en que escritor e inspiración, se unen. Gracias a ello, resultan períodos infértiles, donde no salen las palabras. Épocas de sequía, de páginas en blanco, de lápiz en la oreja.
En contraposición, tenemos la figura del escritor que se sienta a escribir, con la visión de salir al encuentro con su creación. Ve al proceso creativo no como un hecho del azar o de la predisposición emocional, si no como un acto volitivo. Pueden tener algún “disparador” que los accione a encarar el texto hacia algún punto especial o tan solo enfrentarse para sacarle chispas al teclado.
Sea cual fuere el método que cada escritor eche mano al momento de escribir, puede considerarse mágico. La palabra negada salta de los labios, que la pronuncian como la mejor de las verdades. La oración tímidamente comienza a tener forma. Las comas se reparten con criterio al igual que los puntos y seguido. Va fluyendo el relato. El autor puede sonreír con algo de suerte y buen humor. Los habrá de mal genio, que solo siguen frunciendo el entrecejo, hasta que terminen el trabajo.
Café, su aroma inundando la habitación en penumbras, de madrugada. Mate, intercambiado entre manos compañeras y cómplices, mientras se dispensan unos minutos del trabajo formal, al noble oficio de escribir. Leche materna, mientras una madre da de mamar a su hijo y graba audios con el material perfectamente craneado.
Así, ese mágico momento va adquiriendo significado particular para cada autor, olores, horas, costumbres con sello propio. Isabel Allende, en su obra “La suma de los días”, comenta casi al pasar, que no puede dejar de comenzar su nuevo trabajo antes o después del 8 de enero. ¿Peculiar, verdad? Pues bien, si a ella le resulta encerrarse esa fecha específica para dar inicio a su nuevo material, enhorabuena.
Por lo tanto, cada creador se reunirá con el manojo de recursos que disponga para detener el tiempo. Algunos afirman que esas horas, días, meses y hasta incluso años, que dura el proceso creativo de la obra, son insoportables. Para citar a una distinguida representante de esta corriente, nada mejor que Elena Poniatowska. La ganadora del Premio Cervantes en 2013, ha manifestado que nunca está contenta con lo que escribe.
“Escribir a veces es una chinga (un aporreamiento), es pesado. Cuando veo lo que hay afuera digo: ¿por qué no estoy afuera haciendo la vida en vez de estar atornillada a una máquina de escribir?” expresión textual de la artista mencionada.
A título personal, como autora emergente y periférica, con el debido respeto puedo afirmar adhesión al bando contrario: escribir es un placer. Lejos del dolor, ofuscación o apremio por terminar el material, el hecho puro de escribir conlleva felicidad.
Esa sensación de bienestar que al margen de estar narrando un pasaje aterrador en un cuento del género, atraviesa las fibras más profundas. La idea de crear escenarios nunca visitados para poder cumplir con la misión narrativa. Dotar de vida a los personajes, para brindarles una vida ficcional, con características determinadas, es sencillamente lo más parecido a jugar ser Dios.
Sentirnos creadores de hombres, mujeres, animales, seres imaginarios, hace que nos creamos nuestro propio cuento. El libre albedrío para diseñar cada página es sencillamente, don divino. No en vano, puedo ratificar que se trata de “ése mágico momento”. Lidiar luego con el juicio de los ojos ajenos, que escrutarán nuestra labor, ése es tema para otra nota. Por el momento, quedamos con la sensación de tener la varita mágica y escribir todo aquello que imaginamos.